lunes, 30 de noviembre de 2009


Toque de queda

PREMIO
IBEROAMERICANO
CUCALAMBÉ 2005

Publicado por la Editorial
Sanlope
(Las Tunas, 2006)




Carlos Esquivel Guerra
nació en Elia (actualmente Colombia), Las Tunas, en 1968. Posee una amplia obra en poesía y narrativa. Está considerado uno de los escritores más significativos de su generación en todo el país. Tiene publicados, entre otros, los libros Fuera del círculo (poesía, 2002), Balada de los perros oscuros (poesía, 2001), Tren de Oriente (México, poesía, 2001), Los epigramas malditos (poesía, 2001), Una ventana al cielo (cuento, 2002), La isla imposible y otras mujeres (cuento, 2002), El boulevard de los capuchinos (poesía, 2003), La segunda isla (poesía, 2004), Zona negra (poesía, 2005), y Bala de cañón (poesía, 2006). Ha merecido numerosos reconocimientos; entre los más recientes figura el premio internacional de poesía Jara Carrillo, en España. Antes de haber alcanzado el Premio Iberoamericano Cucalambé en el 2005 por
Toque de queda, había obtenido el Premio Nacional Cucalambé en 1998 por Perros ladrándole a Dios. En nuestros archivos, trabajos suyos de pensamiento como La décima en el cine
: “Elpidio Valdés” y otros filmes cubanos y El cine en la décima —fragmentos de un mismo ensayo—, además de varios poemas de Toque de queda, mediante los siguientes enlaces: Últimos días de una casa, Láminas de protesta, Los tálamos y el trueno, Autorretrato con piel de máscara, Niágara, La isla en peso y Oscuro como la tumba donde yace mi amigo. Otros acercamientos a su obra poética, viabilizados por Cuba Ala Décima, en el blog Laberinto del Torogoz y en la antología on line Arte poética. Rostros y versos, ambos del poeta salvadoreño André Cruchaga.




JURADO

Jesús David Curbelo
Alberto Garrido
Carlos Ta
mayo




EQUIPO DE REALIZACIÓN

Edición: Alberto Garrido Rodríguez
Diseño y cubierta: Samuel Perdomo Fuentes,
con detalle de Naufragio, de Turner
Corrección: Lucy Maestre Vega y Tahaní Martínez Rivero
Composición: Daimy Carmona García
Impresión: Andrés Sao Téllez





PRÓLOGO


MEDITACIONES DESPUÉS DEL TOQUE DE QUEDA


Por
Jesús David Curbelo
Premio nac
ional de la crítica

Hace tiempo lo afirmo: Carlos Esquivel es una de las voces poéticas más interesantes que hay ahora mismo en Cuba. Muchos, quizá, frunzan el ceño o eleven la ceja mayestática y dubitativa, mientras dicen: “¿Cómo se atreve este a calificar a aquel, si ambos están en la fase de joven autor? ¿No será una suerte de baladronada generacional, de estrategia de legitimación en masa, uno como poeta y el otro como crítico?”, y demás lindezas por el estilo, sin detenerse a reflexionar un minuto en la poesía que Esquivel ha publicado durante los últimos seis o siete años, cuya suma roza los diez volúmenes.

Desde luego, este dato aritmético no significa nada, hay sobrados ejemplos en la literatura cubana y universal que demuestran la endeblez de obras vastas y comentadísimas en su época (Gustavo Sánchez Galarraga, Ramón de Campoamor), o la vitalidad de producciones exiguas en número (José Manuel Poveda, Georg Trakl), como para asombrarnos porque un autor próximo a la cuarentena haya acumulado varios títulos en un lustro y algo. Lo verdaderamente importante es lo propuesto por esos títulos, si existe o no en ellos un pensamiento poético renovador, de esos que conllevan incluso a pesar suyo una transformación en la forma, o sólo se trata de versos y poemas hilvanados al azar en una feroz carrera azuzada por la vanidad y la egolatría.

Sin duda, voto por la primera opción. Y trataré de demostrarlo en un breve viaje por la poesía de Esquivel, donde ha de servirme como subterfugio el cuaderno Toque de queda, al que estas palabras deben valer a manera de prólogo. E insisto en el a manera porque soy especialmente reacio a la moda adquirida por ciertos poetas cubanos de colocar en el umbral de su poemario el aluvión de elogios correspondiente a la dimensión de su ego (1). Es decir, esto no es un prólogo, sino el pretexto que se me ofreció para liquidar un asunto pendiente: dejar por escrito mis consideraciones sobre la obra poética de Esquivel desde sus orígenes hasta la actualidad. O sea, es un prólogo, pero no un prólogo de esos, sino un intento personal por explicar(me), o cuestionar(me) cuáles son las directrices fundamentales de su concepción de la poesía, cómo estas operan en sus decisiones de carácter formal, y cómo interactúan con la labor de sus coetáneos en el panorama lírico nacional.

Resulta una tarea complicada. En el momento de redactar mi no-prólogo lamento la ausencia física del autor, para que me aclare el orden cronológico de su actividad creativa, lo cual pudiera redundar en provecho de un itinerario real de su evolución, carencia que habré de paliar, hasta más ver, con el expediente de trabajar los temas y los procedimientos escriturales en bloque, sin detenerme a ver cómo cambian en el tiempo, puesto que nunca podré saber (salvo si Carlos me lo revelara) qué fue primero, el huevo o la gallina (2).

Asimismo deploro la ausencia coyuntural en mi biblioteca de algunos de sus volúmenes, lo cual me impide detenerme en todos los libros y me obliga a comentar algunos sólo desde la impresión que provocara en mí una lectura hecha allá por los años de sus respectivas apariciones (3). Pero decido asumir el desafío y dar rienda suelta a mis alucinaciones.

Carlos Esquivel asomó en la lírica cubana en la década del noventa, cuando la perspectiva agonal de la literatura dividía el campo en una más o menos generalizada supremacía de la corriente coloquial, los modos conversacionales, y los epígonos de ambos, entendidos por mí bajo el rótulo de nuevo romanticismo, por una parte, y el empuje de al menos dos intentos visibles de superación por la otra: el neomodermismo y la neovanguardia. Aquí quizá deba detenerme un poco. Octavio Paz afirmó en La llama doble que, a partir de los años 50 del siglo XX, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran moviendo estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals (“neoexpresionismo”, “transvanguardia”, “neorromanticismo”), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), que dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor (4). De modo general, suscribo sus tesis, y propongo su aplicación a la historia de la poesía nacional. Si convenimos en Lezama como nuestro último surrealista, nuestro último gran exponente de un cierto tipo de vanguardia, podremos deslindar un camino que, a grandes trazos, nos lleve, después de él e incluso sin dejar de admitir la emergencia de poetas valiosos, no hacia el descubrimiento de corrientes en verdad nuevas, y sí hacia revisitaciones del siglo XIX o de los albores del XX: nuevo romanticismo, neomodernismo y neovanguardia.

Insisto en aplicar el término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido neorromanticismo —a mi juicio incluido dentro del anterior—manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el XIX, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los ideales de Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso. Alex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve sacudida que, ya desde los años 70, pretende regresar a la tierra, a la mirada y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia poesía.

En el otro lado del espectro, dije, están el neomodernismo y la neovanguardia. Me atrevo a hablar de neomodernismo y neovanguardia en medio de una ola creciente de posmodernidad entrevista al calor de una edad contemporánea cada vez más polarizada, global e interdependiente, con fuerte tendencia a la universalización de la civilización occidental (tecnología de punta, liberalismo, imposición del modelo social a otras civilizaciones) y, a la vez, caracterizada por la presencia de esas otras civilizaciones que, ante la inminencia de homogeneización, reivindican sus propias identidades y ejercen su derecho al equilibrio cultural, económico y político (5). El caso de Cuba, por no ir muy lejos, donde se ha instituido una labor de rescate de la identidad, un bastión de resistencia ante la despersonalización y la disolución de la responsabilidad, características que, al decir de Jean-François Lyotard, conforman una multiplicidad de estilos posmodernos que atacan los conceptos de arte y lenguaje y, a la postre, abren la puerta a una modernidad de altos vuelos que completa a la posmodernidad. O sea: nace de ella y a ella vuelve para entender (y entenderse con) la historia de la cultura y del pensamiento.

Entonces no resulta descabellado hablar de neomodernismo en el contexto cubano. En su ensayo “Modernismo, 98, subdesarrollo”, (6) Roberto Fernández Retamar enumera algunas de las condiciones de América Latina en las postrimerías del XIX que facilitaron el origen del modernismo, a saber: el subdesarrollo, la rebeldía y la necesidad de injertar al mundo en nuestra realidad. Perfecto. Mientras hoy España y los demás países hispanoamericanos generadores de sólidos movimientos poéticos en el XX (México, Argentina, Chile, Colombia) avanzan hacia el liberalismo político, económico e intelectual, (7) Cuba insiste en el socialismo como sistema, con una variante que intenta superar los errores del llamado socialismo real de Europa del Este, pero cuyas limitaciones económicas (a las cuales se suma el bloqueo norteamericano y otras leyes de carácter sociopolítico como la Helms-Burton y la Torricelli) mantienen al país en un estado de tensión administrativa que está más cerca del llamado tercer mundo que del ya mentado primero, desigualdad que refuerza la antes aludida faena de resistencia mediante el rescate de la identidad cultural. La rebeldía literaria también es perceptible en los autores que, a mi juicio, desembocan en el neomodernismo cubano en los 80 (el Raúl Hernández Novás de Al más cercano amigo y Sonetos a Gelsomina; el Ángel Escobar de Epílogo famoso y Allegro de sonata; el Roberto Manzano de Puerta al camino y El racimo y la estrella, el Rafael Almanza de Libro de Jóveno y El gran camino de la vida) y los primeros 90 (Francis Sánchez, José Manuel Espino, Ronel González y el Carlos Esquivel de Perros ladrándole a Dios), pues protestan contra la corriente coloquial y su vulgarización de la literatura, lo mismo que rechazan una tal vez excesiva politización de la vida literaria y de la exégesis de nombres y zonas claves de nuestra lírica (José Martí, Nicolás Guillén, la poesía negra, la social, la de barricada). Y en cuanto a injertar el mundo en la realidad cubana, ni hablar. Almanza y Manzano son, creo, dos de nuestros mayores estudiosos del legado martiano tanto en lo referente al pensamiento poético como político y económico, (8) aparte de que ellos y otros han emprendido una reconquista que incluye a Casal y a Darío y a múltiples poetas de la lengua española, cultivadores excelsos de los metros y formas estróficas “tradicionales” (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Unamuno, Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz), con los cuales experimentan en el intento de renovar desde la relectura de la tradición. Y este es un hecho peculiar: el modernismo hizo lo contrario: importar a Verlaine, a Baudelaire, a Mallarmé, en busca de nuevas armonías vivificadoras del moribundo español decimonónico, mientras el neomodernismo aspira a integrar a la avalancha de poesía en otras lenguas (el coloquialismo norteamericano, los “experimentalismos” italiano, francés, inglés y de expresión alemana) la dignidad renovadora de un idioma amplio y diverso en su gama semántica y sonora. Ángel Rama expone, entre algunas de las principales particularidades de la expresión dariana (y del modernismo, por extensión) el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos, y toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad como ligazón para las palabras (9). Si revisamos con cuidado la producción de nuestros neomodernistas, hallaremos todos estos manejos lingüísticos y, además, el conjunto de símbolos que, nueva “selva sagrada”, (10) les ayudan a representar el sincretismo del mundo: pez, venado, delfín, ciudad, escriba, espejo, y otros de fácil constatación tras la lectura de sus libros.

Aquí podría razonarse también sobre la existencia de una suerte de neoposmodernismo, si entendemos este como una tendencia literaria y no como posmodernidad. Esta es una poesía que insiste en la decantación formal de las ganancias del neomodernismo (sobre todo el soneto y la décima) y se vale de ellas para expresar la ciudad de provincia, la vida cotidiana en la “suave” patria, entre el polvo fatigado del municipio, desde donde se alzan las más amplias indagaciones en y hacia el universo. En estos poetas predomina la mirada urbana, generalmente de tono intimista y hay en ellos rasgos de humor, muchas veces irónico, pero que puede llegar hasta el grotesco y la escatología. Entre los principales exponentes de esta tendencia podemos hallar al Roberto Manzano de El hombre cotidiano, al Ricardo Riverón de Y dulce era la luz como un venado, Azarosamente azul y Otra galaxia, otro sueño, al José Luis Mederos de El tonto de la chaqueta negra, al Yamil Díaz de Apuntes de Mambrú, Soldado desconocido y Fotógrafo en posguerra, al José Luis Serrano de Aneurisma y El yo profundo, y al Carlos Esquivel de Los epigramas malditos.

La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural...) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos, igual que en el caso precedente, facilita la vuelta a lo que el ensayista Walfrido Dorta ha calificado como “una retórica neovanguardista densamente moderna” (11) y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del XX, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo “experimental” que pudiera desearse (no obstante ciertas parcelas de las obras de José Juan Tablada, León de Greiff, César Vallejo, Nicanor Parra, Octavio Paz, Jorge Guillén o Mariano Brull), y la conexión con poetas (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Paul Louis Rossi, Bernard Noël, Jacques Dupin, Michel Deguy, Ernst Jandl, Julian Schutting) y pensadores europeos (Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, e. e. cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en Rolando Sánchez Mejías, Ricardo Alberto Pérez y Carlos Alberto Aguilera; a la cual se han sumado escritores provenientes del neomodernismo (el Almanza de Hymnos I e Hymnos II; el Manzano de Tablillas de barro I, Tablillas de barro II, Transfiguraciones y Synergos; el Novás de Atlas salta; el Escobar de La vía pública, Abuso de confianza o La sombra del decir) o del llamado nuevo romanticismo (la Soleida de El libro roto; la Reina María de Páramos, La foto del invernadero y ...te daré de comer como a los pájaros...; el Pedro Marqués de Cabezas; el Juan Carlos Flores de Distintos modos de cavar un túnel), así como Carlos Esquivel, Gerardo Fernández Fe, Javier Marimón, Leonardo Guevara y Luis Felipe Rojas, quienes igualmente intentan nuevas búsquedas de amplia flexibilidad conceptual y estimables excelencias formales. (12)

Como habrá podido apreciarse, Carlos Esquivel va evolucionando desde el neomodernismo hacia la neovanguardia, zona donde considero que se halla lo más interesante de su producción. (13) Ahora bien, es necesario precisar algo: en Cuba ha habido dos formas de entender esta neovanguardia; una, más próxima a Filippo Marinetti, André Breton y Tristán Tzara, que estima en mucho los manifiestos, el carácter programático de la literatura, la gestualidad provocadora de la desautomatización, muy visible sobre todo entre los miembros del proyecto Diáspora(s) y algunos poetas más o menos afines (Rito Ramón Aroche, Caridad Atencio, Ismael González Castañer, Antonio Armenteros); y otra, emparentada con Guillaume Apollinaire, Pierre Reverdy, Ezra Pound y T. S. Eliot, que confiere mayor importancia al acto de injertar las nuevas ideas y procedimientos en el tronco de la tradición y no abandona de manera iconoclasta los dividendos de propuestas estéticas anteriores; Omar Pérez, Carlos Augusto Alfonso y Juan Carlos Flores pudieran resultar los nombres más conocidos dentro de esta directriz, en la que se asienta lo mejor de la obra poética del autor motivo de este no-prólogo.

Antes de proseguir, he de anotar un dato curioso: Carlos Esquivel es un poeta de estirpe whitmaniana; suele trabajar sus poemarios como ciclos líricos, una suerte de círculos concéntricos en los que toma un tema y busca sacar de él todas las resonancias posibles, hurgando hasta en los detalles más pequeños que graviten en la órbita del mismo. Así, sus libros siempre enseñan una cuestión fundamental entre las que le obsesionan (la guerra en Perros ladrándole a Dios y Balada de los perros oscuros; la búsqueda en las raíces de la nacionalidad en Bala de cañón y La segunda isla; el cine en El boulevard de los Capuchinos; el viaje en Tren de Oriente; la marginalidad en Los epigramas malditos; o el béisbol en el inédito “Matando a los pieles rojas”) y van mezclándola con motivos de cuadernos anteriores hasta crear un curioso puzzle, un entramado que aspira, desde la poesía, a preguntar acerca del mundo y el lugar del individuo en la historia, en el devenir del ser y de la divinidad. De esta forma, la guerra contamina Bala de cañón, el cine Tren de Oriente, el viaje La segunda isla, la marginalidad Perros ladrándole a Dios, o el béisbol Tren de Oriente, en ese tejido subversivo que es la obra poética de Esquivel.

Para él, la guerra de Angola fue una experiencia personal traumática. Su testimonio de soldado en la línea de fuego, ya sea en Perros ladrándole a Dios o en Balada de los perros oscuros, nos lleva a una de las zonas más controvertidas de la nueva poesía cubana. En sentido general, el tema casi no estuvo en ella con anterioridad durante la etapa posrevolucionaria; al menos bajo la óptica desacralizadora con que lo asume este autor. (14) La sublimación de la violencia, su poder civilizatorio, moral, justiciero, es un afán tan viejo como la literatura. De eso tratan, creo, la mayoría de los monumentos de la épica (la Ilíada, la Eneida, la Farsalia, La Araucana) y muchas novelas que los sustituyeron en el discurso contemporáneo, pero pocas veces la poesía lírica. Esquivel hace una relectura del Apollinaire de los Caligramas —y tal vez del Céline de Viaje al final de la noche—, y trata de mostrarnos la rara belleza del resplandor de los tiros, el lirismo de los obuses, la ansiedad y el miedo en las trincheras, el lenguaje de los soldados y, al mismo tiempo, el horror de coquetear con la muerte y el duro azar de la supervivencia. Tras la huella de Apollinaire, Esquivel dota a la guerra de un rostro humano, aunque no complaciente; no es la cara triunfalista del discurso oficial, sino la simple faz del recluta que mata y muere con la incertidumbre que lo mantiene a caballo entre la heroicidad y la infancia, entre el miedo y la justicia. Ambos libros tienen aun otra deuda con el autor de Alcoholes: el montaje simultáneo. Los poemas de Esquivel se edifican haciendo explotar las estructuras rígidas de la sintaxis (lo mismo en las décimas iconoclastas del primer título que en los versos libres del segundo, los cuales se mezclan, por si no bastara, con los fragmentos en prosa del diario del poeta en el frente de batalla) y proponiendo una multiplicidad de perspectivas, de direcciones y sentidos posibles que los convierten en obras abiertas donde el lector ha de participar y encontrar sus propias vías de lectura e interpretación.

Igualmente, al estilo de Saint-John Perse, Esquivel se detiene en la épica del detalle, en apariencia intrascendente, que le sirve para pintar un gran fresco de esta guerra concreta como la historia de todas las guerras, capaces de ejercer sobre el individuo idéntica fascinación y semejante terror. Las detenciones del poeta en acontecimientos ínfimos o en manifestaciones vitales mínimas le confieren una singularidad lírica, una variante de lo que Eugenio Montale llamaba, en el caso de Perse, el lirismo de la épica. Lirismo ensanchado, tal vez, con el manejo de dos grandes símbolos: Dios y el perro. En el caso de la divinidad, presente incluso en el nombre del primer poemario, Esquivel la coloca como interlocutora del animal (palmario en uno y otro títulos) en un diálogo donde se hacen preguntas de marca mayor: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es su destino?, ¿en qué consiste su libertad? El Dios del poeta, a mi juicio, es más una figura retórica que una auténtica expresión de fe o de duda teológica, pero ello no le resta mérito. Dios, en cualesquiera de sus variantes, fue una motivación poco recurrente en la poesía cubana posrevolucionaria (excepto entre los origenistas y algunos de sus menos heterodoxos seguidores); para mí, el hecho de su aparición aquí valorizado como una variante dialógica, entraña ya un notable atisbo de carácter ontológico en la poesía de Carlos Esquivel. Este es un Dios que escucha los ladridos y los disparos y no sabe responder al animal que —y en esto asoma un tanto la sombra de Rilke—, en su inocencia, en su fidelidad, se va acercando cada vez más a la eternidad, a la trascendencia, a la indagación en el misterio del ser.

Otra visión de la guerra nos trasmite Bala de cañón. Ahora es un pretexto para inquirir en la nacionalidad, en la esencia de esos hombres —anónimos la mayoría— que forjaron la nación detrás de los combates por la independencia. El autor nos va narrando, en esta suerte de novela en versos, las visiones y anhelos de soldados —y algunos héroes: Céspedes, Agramonte, Calixto García; aunque siempre en una cuerda íntima—, lo mismo mambises que españoles, sobre cuyas espaldas recae el peso de la Historia: batallas, escaramuzas, treguas, pactos, pérdidas, victorias; para al final llegar a una polisémica propuesta de patria, en la cual formula la necesidad de revisitar ideologías, símbolos, próceres y arriesgarnos a construir, otra vez, la historia y el país.

De eso habla también La segunda isla, si bien esta relectura no es mediante la historia, sino mediante la poesía. La reconstrucción se libra entonces desde la palabra, a favor —y en contra— del pasado y del presente literarios. Carlos Esquivel asume las voces, las obsesiones, los estilos, de un grupo importante de poetas cubanos desde el XIX hasta la fecha y rescribe algunos poemas que para él de seguro constituyen hitos de nuestra lírica y de una manera muy peculiar de relacionar el individuo y el universo. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Gastón Baquero, Sifgredo Ariel, José María Heredia, Ángel Escobar, José Martí, Dulce María Loynaz, Emilio García Montiel, José Lezama Lima, Emilio Ballagas, Carlos Augusto Alfonso, Fayad Jamís, José Kozer, Raúl Hernández Novás, Roberto Fernández Retamar, Julián del Casal, Fina García Marruz, Virgilio Piñera, Alberto Rodríguez Tosca, Osvaldo Sánchez, Eliseo Diego, Ramón Fernández Larrea y Norge Espinosa conforman esta rara antología, este canon nacional que Esquivel plantea no sólo como un vivero de fuentes e influencias, de juegos intertextuales, sino —y esto es en verdad lo esencial— como el único fundamento al cual podemos asirnos para salvarnos de la desmemoria y ganarnos un sitio en esa patria que ellos y él de consuno han labrado, la patria del espíritu, la patria de la poesía.

En este libro se nos revela, además, en toda su magnitud, uno de los procedimientos más y mejor empleados por Esquivel: la asunción de la máscara. El norteamericano Ezra Pound erigió una envidiable teoría al respecto: según ella, buena parte de su obra se basaba en el acto de sonar a través de una máscara del yo en cada poema; actitud continuada con largas series de traducciones que no fueron, al decir de Pound, más que otras máscaras mejor elaboradas, hasta llegar a los Cantares, e intentar el inmenso poema de una civilización (la occidental) utilizando los procedimientos y hallazgos de la poesía más moderna. El autor de La segunda isla reasume este postulado y se enmascara tras muchos de los mayores poetas cubanos no para escribir, como en los Cantares, el gran poema de una civilización, sino para rescribir el gran poema de nuestra insularidad, que bien puede haber nacido en unas cataratas y haberse ido trasmutando hasta la certeza de “dejar la isla”, o sea, de hacerse isla, tacto, olor, palabra de salvación, ejercicio de auténtica cubanidad. El acto de recontextualizar esa mezcla de tradición y vanguardia, de querer revitalizar en la hora actual de Cuba el discurso de sus más altos poetas, encierra, por un lado, una singular proposición ética (esta es ya la otra orilla, la que nos pertenece y nos toca rearmar desde el diálogo y la tolerancia, a partir de los modelos que nuestros próceres literarios nos invitan a reconsiderar en este viaje del pasado al futuro), y por el otro, una clara definición estética: todas las voces son la otra voz, esa cuya singularidad se pierde y se suma al enorme torrente de la poesía universal para desde allí hacerse escuchar con mayor ímpetu por la humanidad en pleno.

El recurso de la máscara, traspuesto al orbe cinematográfico, es el animador de El boulevard de los Capuchinos. En este cuaderno Esquivel poetiza las películas que quiso filmar, los actores, actrices y personajes que pretendió ser, y nos regala otro viaje por la sensibilidad contemporánea, adentrándose en poéticas, fracasos y éxitos ajenos convertidos en propios y elevados a la categoría de memoria colectiva sin abandonar un ápice de su subjetividad. El espectador crítico autor de estos poemas, se disfraza una y otra vez y re-crea desde múltiples yoes (Cantinflas, Juliette Binoche, Borís Karloff, Tony Curtis, Pier Paolo Pasolini, Buñuel, Wajda, Chaplin, y muchos más) fragmentos de la historia y la cultura de Occidente (la segunda guerra mundial, el fascismo, las pandillas sicilianas, la guerra de Viet Nam, el conflicto de Kosovo), que parten del siglo XX, el siglo del cine, pero se remontan a otros momentos de crisis de nuestra civilización (la muerte de Cristo, la caída del Imperio Romano, el aniquilamiento de indios en el oeste norteamericano) y, sobre todo, a instantes definitivos en la historia de Cuba: la vida en la República, el triunfo revolucionario, las dificultades propias del crecimiento en la nueva sociedad, entrevistos en su versión de filmes como Memorias del subdesarrollo, Las doce sillas, Los sobrevivientes, Madagascar, Fresa y chocolate y La vida es silbar. El boulevard de los Capuchinos resulta, lo mismo que La segunda isla, una curiosa antología: ahora Esquivel nos somete al análisis de su canon cinematográfico en aras de salvar las reminiscencias en verdad imprescindibles, las últimas imágenes del naufragio que puede ser el curso dialéctico de la vida, el tránsito hacia el porvenir.

Como habrá podido constatarse, en más de una ocasión he empleado el término viaje para adentrarme en la poesía de Esquivel. Dije hace unos párrafos que constituía, incluso, el motivo central de Tren de Oriente, donde describe un periplo por la geografía de la isla de una punta a la otra, en un ir y venir que es, asimismo, leimotiv en casi todos sus libros, en los cuales la idea del movimiento, generalmente en espiral, ofrece una variante de evolución, un puente probable hacia el mañana, sueño metafísico de la mayoría de los poetas, condenados a vivir en el presente con la utopía del futuro y la oscura nostalgia de lo que fue. La mezcolanza de espacios, tiempos, voces, nombres, propia del simultaneísmo de Apollinaire heredado por Pound, le hace traer a este trayecto algunos de sus dioses tutelares en materia poética; le rinde homenaje a Dante, Villon, Whitman, Dickinson, Sandburg, Esenin, y a la vez los convoca para que le ayuden en la ardua meta de explicarse el país (ya sabemos: el asunto le obsede) desde ese aleph en cuyo vórtice se juntan el curso y el discurso en la voz metamorfoseada de este hombre al margen. (15)

Porque, sin dudas, Carlos Esquivel asume la poesía como un trance de marginalidad. El soldado de a pie, el héroe anónimo, el poeta reencarnado, el reescritor, la máscara, no son otra cosa que su personal reasunción de las diversas posturas marginales propias del espíritu posmoderno que intenté esclarecer páginas atrás. El poeta, desde Orfeo, ha sido un marginal: no es totalmente humano, pero no es divino; encanta a dioses y reyes, pero puede ser decapitado por las masas irredentas; es capaz de morir por amor, pero no alcanza a retener a la mujer amada, cuya imagen se difumina al menor movimiento de cabeza; termina viviendo como un proscrito, pero a su muerte pasa a formar parte del reino de los cielos (recuérdese que la lira de Orfeo se transformó a la postre en la constelación de similar nombre). También, por supuesto, en tanto hombre, es un exiliado: perdió de antemano el camino del Paraíso y está obligado a dialogar, a preguntar y preguntar(se) dónde queda esa ruta o, en el peor de los casos, si es de veras imprescindible o existen otras opciones para burlar los límites de la existencia. Así, Esquivel se entiende maldito y, por extensión, sabe que son malditos sus epigramas. Ahora el escritor palimpsestuoso se acoge a la tradición satírica (tan injustamente preterida en nuestra poesía, al menos en su expresión pública, durante los últimos años), y vuelve al viejo recurso de emplear el humor, la ironía, el sarcasmo, para mostrar la injusticia y la necedad humanas. Los dardos acerados de Arquíloco y de Cercidas el Cínico, la variedad de Cayo Lucilio, el humor amable de Horacio, el cáustico de Juvenal, el tono insultante de Marcial, el desenfado erótico del Renacimiento, e incluso el afán político-moralizante de épocas posteriores, se dan la mano en estos “artefactos” —la oreja peluda de Nicanor Parra asoma detrás de ellos, sin falta— donde Esquivel insiste en el disfraz, en la herencia riesgosa de su único poder, el de la palabra. Para mi gusto, devoto de la poesía satírica de veras y no sólo de burlas (como la que ha inundado cierta zona de las publicaciones humorísticas al uso con una “crítica” insustancial a aspectos nada medulares de nuestra realidad), este tomito resulta una auténtica joya dentro del espacio de la poesía cubana actual, una muestra expresiva de un tono diferente, de una cuerda distinta, vibrante, en este autor de tan múltiples cuerdas.

Y ya arribo, al fin, a Toque de queda. Tendrán que perdonarme la franqueza con que admití al inicio que era sólo una treta para acercarme a la obra de Carlos Esquivel. No porque el cuaderno en sí mismo no posea valores especiales, que los tiene, como trataré de demostrar, sino porque a mi entender constituye un eslabón más en la cadena, por lo cual se me hacía prácticamente imposible referirme a él con agudeza sin haber apuntado al vuelo las principales características del resto de los libros y las peculiaridades que, supongo, poseen dentro de nuestra más reciente poesía. El volumen en cuestión recibió el año pasado el premio Cucalambé, con el voto unánime de un jurado compuesto por Carlos Tamayo, por Alberto Garrido y por mí. (16) En el acta de premiación aludíamos a determinados rasgos particulares que el libro contiene y que lo hizo atractivo a nuestra lectura; a saber: algunas preocupaciones temáticas como el destino patrio, la angustia de la muerte, el desarraigo, el suicidio a manera de tabla de salvación y la necesidad de crecimiento espiritual; y un conjunto de hallazgos formales (juegos lingüísticos, empleo de heterónimos, referencias intertextuales que lo contaminan con otros géneros literarios) cuya presencia le confiere un hálito subversor al poemario.

En el plano conceptual, el libro se divide en dos secciones marcadas por números. La primera alude, según nos indica el epígrafe de Hermann Hesse, al eterno retorno: todo viaje es una vuelta a casa, a los orígenes uterinos de la divinidad, desde donde emprendemos un nuevo ciclo más alto, y así hasta el infinito. Madre, tumba, patria, hogar, son sólo puertas, muertes, resurrecciones, en la ruta del ser hacia el Ser. En este momento, supongo, sí hay ya en el poeta una seria inquietud ontológica, una duda de carácter metafísico en la cual se subsumen todas las preocupaciones anteriores: ¿cómo salvar la poesía, la palabra, la nación, si no podemos salvar el espíritu, precisamente a través de su perdurabilidad en el tiempo gracias a la palabra, a la poesía? En la segunda sección, bajo un epígrafe de Samuel Beckett, el poeta insiste en su permanencia en la isla y, además, en la incognoscibilidad de esta, que no puede explicarse hasta sus últimas instancias porque no ha sabido observar, leer en ella, su verdadera forma, su esencia. A estas alturas, quedarnos con el simple discurso de reafirmación patria e insular, sería pueril. Está, pero incluido en un más amplio concepto de isla, en el que Esquivel parece plantarle cara a John Donne afirmando: cada hombre es una isla, la patria es una isla, el universo es una isla; tal vez sólo algo superior constituya el océano donde todas esas islas logren armonizar su papel de archipiélago, mas es algo de difícil acceso, al que hemos de intentar discernir sin sosiego en todos los viajes de vuelta a los orígenes.

Ya que mencioné a John Donne, quisiera comentar brevemente la presencia del suicidio. En su Biathanatos, el inglés afirmaba que el suicidio no constituía pecado, pues el holocausto cristiano había sido una variante de suicidio y nadie podría pensar en lo pecaminoso relacionado con el cordero de Dios. Él mismo, inclusive, ensayó una especie de suicidio cuando, al final de sus días, se negó a tomar las medicinas y los alimentos que el médico le prescribía y prefirió dejarse morir. Carlos Esquivel, en esto, sí coincide con el metafísico: el suicidio no entraña falta, sino más bien una suerte de opción voluntaria para acelerar el próximo viaje, el nuevo intento por acercarnos a la totalidad del Ser, como insinúa en el poema “Tabla de salvación”, en el cual los suicidas por inmersión Paul Celan, Safo, Virginia Woolf y Alfonsina Storni, parten en busca de ese mar, río, océano que une a las diversas islas en Dios. Esta preocupación, incipiente en Perros ladrándole a Dios, cuaderno en que hay una larga suite dedicada a los suicidas, alcanza aquí cotos de mayor realeza al trascender el hecho de la mera enunciación y defensa de una conducta ante la vida, o ante la muerte, para elevarse hacia un cuestionamiento de carácter ético-religioso, bastante heterodoxo, por cierto, mas no por ello menos perturbador.

En este libro, cuyo título nos alerta sobre el estado de crisis en que anda el espíritu, bien sea el del poeta, bien el del resto de la humanidad, o ambos, Esquivel retoma el procedimiento de las máscaras. Incluso se rescribe a sí mismo cuando rescribía a otros: encontraremos versiones en décimas de sus reescrituras de “Al partir”, “Últimos días de una casa”, “Yugo y estrella”, “A mi madre”, “Niágara”, “Testamento del pez” y “La isla en peso”, que ya habían aparecido en La segunda isla. Hallaremos también el empleo de heterónimos, generalmente anónimos, marginales, que rescriben la historia de sus vidas, o puntos importantes de su vida en la Historia. Y nos las veremos, encima, con apócrifos como los textos donde el poeta nos muestra las décimas de Hart Crane, las traduce siguiendo la pauta del metro y la rima y, por si no fuera suficiente, nos apunta una traducción literal, demostrándonos que la auténtica poesía es un acto de traducciones infinitas, lo mismo que la eternidad es un acto de infinitas partidas y llegadas.

Este juego de interpretaciones, de sabor tan posmoderno, es reforzado con fragmentos en prosa, a modo de paratextos (dedicatorias, epígrafes, esclarecimientos que complican, comentarios “históricos”, meditaciones éticas o estéticas), detrás de los cuales se escuda otra actitud de la neovanguardia: la proposición continua de lecturas condicionadas por la interrelación de la ficción con la historia, la teoría y la crítica literarias. En este sentido, Esquivel concuerda con otros poetas cubanos contemporáneos en su insistencia en la contaminación intergenérica, en apreciar la literatura como un tejido (no olvidemos que textum significa tejido en latín) que conecta al poema (cuento, novela, ensayo, etc.), sin desdorar su incuestionable autonomía textual, con el idioma (gramática, semántica, fonética, habla, norma y otras categorías y disciplinas), con la cultura, con la filosofía, con la Historia y con todos los demás textos que componen el Todo del cual la pieza en cuestión forma parte indisoluble. Esta manera orgánica, sistémica, de entender el hecho literario resulta quizá el más alto escalón en el pensamiento poético de Esquivel, el que ha permitido la evolución cuya trayectoria he querido demostrar en estas páginas.

Desde el punto de vista formal, Toque de queda me parece superior a Perros ladrándole a Dios, la otra colección en décimas del autor. Lo es, desde luego, en el aspecto conceptual y eso lo obliga, aun inconscientemente, a pulir más la forma. Esquivel maneja diversas variantes de la décima (espinela, endecasilábica, asonante) y, no satisfecho, insiste en descoyuntarla, la trata de convertir en verso libre, en poema en prosa, en aras quizá de burlar la cárcel del molde expresivo, de sazonar todavía más el ajiaco genérico, el contagio con otros modos de entender y hacer poesía. Esas intentonas, si no fallidas, me parecen al menos innecesarias: la décima es terca y el ritmo acentual del octosílabo dactílico o trocaico sigue sonando en su sitio a pesar de las deconstrucciones, las rimas —ahora internas— interrumpen la cadencia peculiar del verso libre o del poema en prosa. Porque, sospecho, la auténtica renovación de la estrofa no reside en la obsesión vanguardista (y neovanguardista) por combatirla a como dé lugar, sino en aprehender con ella el espíritu contemporáneo y dialogar desde y con él. Y eso lo consigue. Aquí lo imprescindible es la idea, decir lo que quiere, o lo que puede, ¿qué falta hace entonces el manierismo? Hagamos el siguiente experimento: pongamos las décimas descoyuntadas en su forma tradicional a ver si pierden un ápice de las virtudes antes apuntadas. Seguramente no. ¿Por qué? Muy fácil: las enumeraciones caóticas de fuerte sabor surrealista del primer cuaderno han desaparecido casi en su totalidad, sustituidas por un verso limpio, preciso, pleno de carga semántica; la rima no se fuerza con giros de ingenio, sino que discurre, grácil, bajo el peso de la polisemia; la palabra fluye sin esfuerzo aparente. Y esto, es obvio, indica madurez. Cuando un poeta pretende convencernos de que no suda, no borra, domina a su antojo el lenguaje, y casi lo logra, estamos en presencia de un síntoma de crecimiento, el cual, en los autores verdaderamente revolucionarios, indica la inminencia de un salto al despeñadero de enrumbar hacia nuevas poéticas posibles.

A lo mejor Carlos Esquivel anda en esa dirección. La excelencia, la abundancia y la diversidad son, según Eliot, las cualidades inherentes a un poeta notable. Y este las cumple, a pesar de que alguna vez hallemos un verso corto o largo, algún ritmo dudoso o ciertos descuidos molestos a los oídos y ojos demasiado exquisitos. Tonterías. Un dionisíaco puro apenas atiende a lo apolíneo, para él la excelencia es el ímpetu, la orgía, el arrebato del texto en su totalidad. Y en esa dirección la obra de Esquivel es un modelo de pasión cognoscitiva e intelectual. La abundancia y la diversidad espero haberlas demostrado con creces en esta travesía por las aristas fundamentales de su pensamiento poético y de sus batallas con el lenguaje y la forma. Aguardemos, pues, el presunto salto, uno más, nunca el último, para volver a recomenzar el eterno retorno.


Jesús David Curbelo
La Habana, abril y 2006.



NOTAS:

1.- Lo sé de buena tinta porque mi trabajo de editor me planta casi a diario ante la disyuntiva de convencer a determinados autores de que los libros se prestigian por lo que ellos dicen, no por lo que un crítico más o menos comprometido dice de ellos.

2.- Esta dificultad siempre me golpea. La publicación de libros en Cuba ha tenido los suficientes azares como para que un autor aproveche y publique lo posible donde se pueda sin tener demasiado en cuenta estas exquisiteces evolutivas.

3.- Lo cual considero una virtud. Si soy capaz de recordar todavía libros leídos hace cuatro o cinco años, eso significa que dejaron su impronta en mí. A la postre, ese es uno de los sentidos de la verdadera lectura: hacernos nuestra idea del libro, crear nuestro propio libro.

4.- Ver La llama doble. Amor y erotismo, pp. 150-151.

5.- Para estudiar someramente el asunto, propongo los títulos: La condición postmoderna, de Jean François Lyotard, Modernidad y posmodernidad, compilación de Josep Picó, Teoría de la posmodernidad, de Fredric Jameson, y la revista Criterios, no. 32 (Ciudad de La Habana, julio-diciembre, 1994), dedicada casi por entero al tema de la modernidad y la posmodernidad. Sería conveniente, además, revisar los documentos de la polémica sostenida al respecto entre Rufo Caballero y Duanel Díaz, aparecidos primero en la revista Extramuros, no. 9, Ciudad de La Habana, diciembre, 2002, y luego en los números 49, 50 y 51 de la revista Unión, Ciudad de La Habana, 2003 (los tres números pertenecen a ese año).

6.- En Órbita de Roberto Fernández Retamar, pp. 331-344.

7.- Consultar para este tema a Jean Touchard: Historia de las ideas políticas, y “Ayuda para el primer mundo”, “Italia no es Bolivia”, “El príncipe agorero” y “El diablo predicador”, de Mario Vargas Llosa, en El lenguaje de la pasión.

8.- Ver Rafael Almanza: En torno al pensamiento económico de José Martí y Hombre y tecnología en José Martí, y Roberto Manzano: Mito y texto en José Martí.

9.- Cfr. Ángel Rama: “Epílogo”, en Poesía de Rubén Darío.

10.- Ídem, pp. 616-617. Allí Rama explica bien el concepto de selva sagrada y su importancia como representación, reverso y continente del mundo real.

11.- Ver “Algunos estados, estaciones, documentos. Poesía cubana de los 80 y los 90”, en La Gaceta de Cuba, no. 6, Ciudad de La Habana, noviembre-diciembre, 2003. Para constatar mis diferencias personales con este ensayo de Dorta, remitirse al texto “Entrando (casi) en materia”, publicado en CubaLiteraria, donde comento este y otros acercamientos a la poesía cubana más reciente.

12.- En el conjunto de la neovanguardia se aprecian características como contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música, etc.); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch,; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc.

13.- Hablo de evolución porque creo que la neovanguardia puede resultar la tendencia más novedosa, la más subversiva tanto en lo conceptual como en lo formal, debido a sus potencialidades desautomatizadoras y de indagación estética. No obstante, pienso de firme que la filiación de un poeta con tal o más cual escuela, corriente o tendencia no le garantiza mayor o menor calidad a su poesía; de hecho, no creo que sea objeto de discusión afirmar que Wordsworth es un poeta mayor que Marinetti, Rubén Darío que Manuel Maples Arce, o Pierre Reverdy que José Santos Chocano. Aquí cabría remitirnos a Eliot: la tradición y el talento individual.

14.- Estos volúmenes equivalen a lo que representó, en la nueva narrativa cubana, la reaparición desacralizadora y polémica del tema en los textos de Amir Valle, Alberto Garrido o Ángel Santiesteban, con la diferencia de que, en el caso de Esquivel, le añade el valor testimonial.

15.- Nótese que en los poetas homenajeados en Tren de Oriente, en su mayoría, puede apreciarse un fuerte vínculo físico con la realidad (el hombre, la naturaleza, el paisaje, cierto tipo de exploración del mundo); así como el detalle de que, casi todos, son también autores marginados por la política, la religión, la vida literaria o su propia decisión.

16.- Carlos Esquivel es reincidente en este premio. Lo había obtenido antes con Perros ladrándole a Dios, en 1998. En aquella ocasión el jurado lo formábamos Roberto Manzano, Alberto Garrido y yo. En otros sitios he escrito que los premios literarios y su historia me importan un rábano, al menos en el sentido de legitimación de un autor, pues sospecho que de modo general los votos están condicionados más por la feliz constatación, por parte del jurado, de los tics consustanciales con una moda literaria o de las coincidencias con las propias poéticas (si acaso existen, claro), que por la búsqueda de una verdadera voz dentro del aluvión de manuscritos que suele caer sobre ellos. Tanto en 1998 como en 2005, el jurado estuvo integrado por personas preocupadas por advertir los aires de renovación del pensamiento y, por añadidura, del discurso poético nacional. A modo de constatación, me sirvo transcribir uno de los puntos de acta del concurso donde fuera premiado Toque de queda; podrá apreciarse que lo apuntado allí nos llevó a desestimar algunos libros correctos pero poco aportadores a nuestro modo de ver. Dice el acápite tercero: “El jurado desea hacer notar las coincidencias temáticas apreciadas en buena parte de las obras: la religiosidad del discurso, las alusiones a la antigüedad clásica, la angustia, y otras que, en algunos casos, más parecen obedecer a una retórica de época que a auténticas inquietudes conceptuales de los autores”.






TOQUE DE QUEDA



Oh Dios, no lloréis
que dais dolor...

Gil Vicente



Lo importante no es cómo vives la vida, sino cómo puedes contarla, a ti y a los demás.

De la película franco-ítalo-turca El último harén.




1



Todos los caminos conducen al hogar, cada paso es un nacimiento. Cada paso es una muerte. Cada tumba es una madre.

Herman Hesse




AL PARTIR

¿Hay que irse para experimentar una agonía como la de La Avellaneda: el vacío y la hartura, el tiempo y la huida del tiempo? Emilio García Montiel me lo justificó de otra manera: Hay que usar estrategias y engañarse creyendo, o haciéndote creer, que te has ido sin haberte ido, que te has quedado siempre donde mismo.


Náufrago en mi dolor la patria escapa
por un himno del agua como tumba,
y vuelve a mi cobijo y se derrumba
el pez que me descubre sobre un mapa.

No me salva morir, nunca me atrapa
la piedra (o el abismo), si mi ausencia

no clama ni es feliz en la paciencia
del hijo sin la madre que lo aísla,

aunque pueda morir con otra isla,
sembrada para siempre en mi inocencia.




ÚLTIMOS DÍAS DE UNA CASA

Una casa es como un país. La Loynaz. 9 de marzo de 1981. Una carta a Julio Orlando Martínez Malo.

Para Diusmel Machado.


La casa es como un país
abarrotado de ausencia.

La casa me diferencia
de la nieve cuando es gris.

La casa es mi cicatriz
desde algún barco remoto.

La casa es el puente roto,
y es el vino, y es el pan.

Es los muertos que no están
pero viven en la foto.

La casa es como un cuchillo
que despedaza por dentro,
es mi madre sobre un centro
de pesadumbre, es el trillo
hacia el pobre molinillo
donde mi padre invisible
teje un himno, es la creíble
caída de toda nieve,
es la libertad tan breve,
es otro viaje imposible.

La madre, el padre, el arroz,
ellos son también la casa,
y humedecen una masa
para el invierno de Dios.

La casa tiene mi voz,
mi silencio y mi visaje
hasta un país sin paisaje.

Acaso queda en el rezo
carcomido como un hueso.
O en el pesebre del viaje.

El perro que no murió,
la nube por ese hermano
si no supo desde el piano
la casa que lo inventó.

Mi padre siempre partió
en busca de un acertijo.
Ya era casa, ya era el hijo
sobre la ausencia fingida.

Casa: dolor y partida,
todo en el mismo amasijo.

Casa: lugar de la ausencia
que fluye y jamás me nombra.
Siempre habitas una sombra
que el extravío sentencia.
Los nombres de mi existencia
ya no van a detenerte.
Existe una casa inerte,
una lámpara, una nube:
son cosas que siempre tuve
y las llevará la muerte.

Y qué dejé sin olvido
en el Dios que balbuceaba:
¿un mar? Pero el mar se acaba.
¿Acaso quedó el sonido
de una isla que ha dormido?

Todo es un viaje otra vez.
Todo es ser casa y después
ser casa para ese olvido.
Como el hombre que ha fingido
ser su casa en la vejez.

Casa: ante ti sólo queda
polvo del sueño lejano
y una foto sobre el piano
perdido entre la humareda.
Casa sin mí, qué nos queda:
una cruz, el cuerpo fijo,
un tiempo que nos maldijo,
y lo que di al universo:
mi única forma del verso,
la casa, un árbol, y el hijo.




CUERO DEL HIJO/ DERRUMBES

El miedo a tener valor es el peor de los temores. Diario del General Berceo. El miedo es la insinuación de una autoridad terrestre (Doctrina de Proudhom). El miedo estaba en su rostro y se entremezclaba con su valor, el resultado era un hombre que iba a morir enganchado por sus pensamientos. Un suicida.El miedo fue mi único aliado en la travesía. (Declaración a la prensa de Robert E. Peary, explorador norteamericano después de descubrir el Polo Norte, el seis de abril de mil novecientos nueve). El miedo de los numantinos a tener miedo era más importante que todo el valor de los hombres de Escipión. (Apuntes de Sertorio). (Hemingway, de una crónica para el Toronto Star).


I

Tengo miedo a Madrid,
un miedo a Banes
y al cazador que cruza
como el trigo del sueño no lejano y enemigo.
Miedo a la boca fresca
y a los manes de Heráclito en el salto.
No me ganes el fénix de carbón
y una cuchara con el dedo baldío
que robara por mí las piedras rojas del infierno.
No ganes la pared,
el miedo eterno y un círculo del odio
en quien dispara.


II

Tengo miedo a la bala de escasez y al sitio
numeroso del gusano, a la sopa dormida
en el hermano que dobla sus espaldas al envés.
Tengo miedo al dragón
que nunca ves en la cena prohibida
y luego asecha, remoto con el queso
y su cosecha. Tengo miedo a La Habana
y al sonido que quiere la navaja de mi olvido:
pero el miedo me teme
y me desecha.




ESPAÑOL DE BURGOS.
6 DE OCTUBRE DE 1896

¿Pensé en eso o realmente me interesaba jugar con un tema afín a la rabia de Dylan Thomas?


I

Me hunden todos los puñales
y sangro
con odio simple, como el hijo que maldije
por su heroísmo culpable.
Sangro con la espada
de alguien a quien no vi defenderse.
Vivo como un inocente en la forma de
esa espada, o es que Dios
ya no me ampara y me ha dejado
sin muerte.


II

No sangro con la tormenta, ni si me cortan
en dos,
aunque penetre feroz la espada
que me revienta.
Quizás la muerte ya inventa los cielos
artificiales,
quizás me tienten las sales por alguna
noche indigna,
y yo sangre una consigna sobre los muertos finales.




IMITACIÓN DE “YUGO Y ESTRELLA”

Deja que huya llorando el ciervo herido/ y el corzo juegue ileso,/ uno ha de estar en vela, otro dormido:/ el mundo siempre es eso./

Shakespeare: Hamlet


Sólo nos salva el mar
y alguna estrella lejana de la noche
y su fortuna,
y esa carne final que no es la luna del hijo
condenado por su huella.
No nos salvará el yugo
en la querella de la madre al abrir
todos los puertos, ni los héroes vencidos
o despiertos para un círculo de humo
con la nada.
No nos salvan los peces
ni una espada, ni el hijo que camina
hacia los muertos.




CONDENACIÓN DE MANUEL
GARCÍA. FOTO DE LAMENTO

La equivocación de la mayoría de los héroes fue que nunca aprendieron a equivocarse (Clignet de Brebant, líder de la batalla de Azincourt y de una decena de duelos, entre ellos el llamado “Por el honor”, que enfrentara a siete caballeros ingleses contra siete caballeros franceses, el 19 de mayo de 1402, en Burdeos).


Héroes de la patria: amigos y enemigos,
me condena el aire, y una cadena sobre los pies.
Los testigos adornan estos castigos y celebran.
Aunque roce con los vencidos mi pose de condenado
rugoso,
es un busto silencioso que la patria desconoce.

Es probable que padezca todo el frío fugitivo
de la madre y esté vivo y sin luz
cuando amanezca. Es probable
que no crezca,
que tenga un nombre reciente, la isla
o el viejo puente por donde pasan
confusas hacia ciudades difusas
las culpas del inocente.

¿A quién condenan: al hijo de la madre desmesura,
o al padre de una armadura divina?
¿A quien los maldijo en la autonomía
y dijo: “Vivo de figuraciones y de los supuestos
dones que salvan”? ¿A quien se ahoga
en el baile de una soga tardía?
Las maldiciones hermanan
los prisioneros que van a morir.
Un linde traza al hombre que se rinde
con sus propios desesperos.
El rey de los bandoleros soy,
un tal Manuel García, una canción
me vacía al condenado.
No asombre si ven respirar a un hombre
sobre las cruces del día.

Soy Manuel García. (Se apura el verdugo).
No respiro,
no me inventa lo que miro detrás:
la tarde es oscura y un odio de Dios
supura en mis venas el desaire.
Soy un ladrón con donaire o estoy dormido
y no es cierto que yo sea un hombre muerto
pudriéndome sobre el aire.

Yo sé que Dios no me espera.
No tengo una luz
por dentro,
salgo de la muerte a un centro de lámparas.
Si me abriera una carne
que yo fuera sin madre aún
como abrigo. (Estoy sangre y enemigo
de quien mi cuerpo padece). Estoy sin luz,
amanece,
y Dios no vive conmigo.

Un nombre tuve,
no sé si ese nombre era terrible,
si tenerlo era posible y frágil,
como la fe.
Tuve un nombre,
lo olvidé. Tuve un tiempo,
algún mendrugo de pan, una noche,
un yugo, el gemido en la moneda.
Tuve todo
y sólo queda mi cabeza ante el verdugo.




A MI MADRE

Julián del Casal, pero también yo. Una noche de 1989 y, después, algunas noches más, yo volaba lejos sin saber si volvería a ver a mi madre otra vez.

Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltados por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.

J.L.L


Porque pude vagar como ahora vago
sin la blanca verdad en aquel hijo
que fúnebre pasó del acertijo
a la noche tendida sobre un clavo.

Y aunque pueda morir yo nunca acabo
la foto del silencio y la caída.

Socavan otras piedras al suicida
que pasa sobre mí pero no quema.

Hoy la madre se esparce en el poema
y mi grito no alcanza su partida.




NIÁGARA

Dolor mío, pero de qué. ¿Dolor de no ver al Niágara, límpido y majestuoso? ¿O, acaso, dolor de no ver a Heredia frente al Niágara? La segunda imagen, esa prefiero.


Yo me doblo tranquilo ante tus huesos
de mar, aunque estremezcan las montañas
las luces de tus olas, tan extrañas
como el nombre del ángel y los rezos
o la nube danzante sobre presos
arrecifes de Dios.
Saltan los ríos,
lejanos de la patria, pero míos
y de la sangre libre que confunde
al naufragio que salva y al que hunde
países, inocencias, extravíos.

Y acaso divisar lo oscuro puedo,
el ave al cazador que le dispara,
un huracán sin nombre si me atara
violento como Eneas hacia el miedo.

En el pan de la roca que no cedo,
el ojo se consagra perseguido
a una nota del mar que es sólo un ruido
de culpa inmemorial al que me inmolo.

En el vientre del pez que canta solo
yo vivo para ti como un aullido.
Lejana de las fotos tu corriente
retumba tras el hielo y me respira
una madre que nubla la mentira
y un viento que se esconde en el torrente.
Tú brotas una espada tan reciente
como el muerto de Roma en la marea,
y me envuelve una isla que no humea
la boca del reloj en su reposo:
en la hierba, en la sangre, y en el foso,
en el dios solitario que te crea.

Al perderse tu sangre en el oceano,
herido en la memoria del papel,
a veces el traidor o el hijo fiel
sangran aunque el cuchillo no es humano.

Qué hay después de los dos: polvo y gusano,
aire, tiempo, ciudad, y unos pequeños
arcos de una bandera ya sin dueños.

El alma te navega con mi suerte,
sabiendo que confundo con la muerte
el asco, mi dolor, todos los sueños.




LOS TÁLAMOS Y EL TRUENO

Conociste de todas la peor ignominia,/ la de ser de carne y hueso.

Yeats


Nunca viene la tormenta,
nunca vuelven los guerreros
a salvarnos el sendero
de la madre que no asecha.
No vuelve el hijo y destierra
su deshielo otro velamen,
y en la pólvora ya nadie
del odio feliz me purga.
Izan la bandera y nunca
veo volver a mi madre.

La piel es fría y abraza
como una fiebre tan simple,
y adentro reposa y finge
el delirio de mi espada.
No voy a perder la escama
de los nombres que me acosan.
Una brújula rabiosa
busca después de la tarde.
Pero no veo a mi madre,
sólo frío, sólo sombras.




TESTAMENTO DEL PEZ

Le escribí a Gastón Baquero una carta que le entregaría un amigo. Lo admiraba, eso era un lugar común. Lo había imitado, era otro lugar común. Le enviaba pruebas que daban fe de mis admiraciones e imitaciones. Le pedía una opinión, por cruel que fuera. Nunca me contestó.


Hueles a una sustancia
más azul que el náufrago en un punto
de la bruma y tu nombre profundo
no se esfuma con un aire extranjero sobre el tul.
Me hieres con la espada de Saúl, y la sangre en fervor
no me extermina. Como una foto breve
en esa esquina, la rápida ciudad llega
y te atrapa, y tu nombre profundo sobre el mapa
revive con los huesos y germina.




HABANA-VALENCIA

Entre las cartas a madres, que pude leer, prefiero las de José Cadalso (herido de muerte en Gibraltar, a principios de 1741), una de Mariano José de Larra (le confía a su madre el porqué de su suicidio), las de Paul Klee (le pide que lo perdone por ser artista), y en especial una de mi hermana que le declaraba a mamá (desde su escuela lejos de todas partes): ... estoy aprendiendo a entender las cosas que tú nunca quisiste que yo entendiera.


En la piedra lapidaria escribo:

Madre,
el dolor es un cuerpo de esplendor, y transcurre en incendiaria embestida, es necesaria la forma de su inocencia. Necesita la paciencia insistente de una herida, necesita del suicida. El dolor es una ausencia de dolor, un inservible pacto que adormece todo. Que duela sólo es un modo de hacer la herida creíble.

Madre, anochece, es terrible tallar la piedra desnuda: ¿Será mi dolor la duda encerrada en el destello total? ¿Será todo aquello donde mi dolor se escuda?


Me aúlla algún lobo gris que con mi madre anochece,
ya no espero a quien padece conmigo.
La cicatriz marca una nave feliz
que pronto se perderá. Hay un cuervo
más allá, y en el descarrío infiel
hay un nombre en el papel que con el dolor
se va.




LÁMINAS DE PROTESTA

La idea de este poema no consiente la revalorización épica de un acontecimiento de una magnitud (incluso visual) extraordinaria. Surgió del recuerdo de un machete o sable que poseyó mi abuelo y que, según él, perteneció a un importante oficial de la Guerra del 95. Yo era un niño y jamás puede aclararme de qué bando peleó aquel recio artefacto. Mi abuelo nunca me lo dijo y el sable desapareció algún día.


Yo te doy un jardín de rosaleda
y un rayo para que entres a Pamplona.
Te entrego el castañar de aquella zona
donde el vino se confunde en la seda.
Te doy una mitad del Espronceda
que vive entre mi sangre, de pirata,
y el flujo de Quevedo cuando mata
al Duque de Olivares sobre Vigo.
Te entrego una lámina como abrigo:
a Cervantes leyendo el Maranatha.

Te doy una piel extraña,
hecha de pus, carcomida,
como la piel del suicida
que no se muere y engaña.
Te entrego la cruel hazaña
de derrotarme a mí mismo,
algo de paz y cinismo
juntos, te doy el deshecho
de mi nombre y todo un trecho
a mi casa en el abismo.

Te doy una ciudad en Almería,
las aguas de Toledo, el haz de Goya,
tan lleno de mujer como una joya
que cambia su color: fotografía.
Te doy El Escorial, la algarabía
de Verdi cuando sale de Valencia,
una orden de Santiago, la inclemencia
que vuelve la marea hacia Cernuda,
o un encuentro en Segovia, o la desnuda
muchacha que te ofrezco en su inocencia.

Yo te entrego una mujer
que ya no suena, un retrato
del traidor, otro relato
de neblina, al parecer.
Te doy lo que pude ser:
un ojo mortal, furtivo,
el nombre que siempre escribo:
un verdugo imprescindible
volviendo casi imposible
la máscara con que vivo.

Te entrego a Moratín, a Gil Vicente,
a Lope, a Garcilaso, a Santillana,
la hierba del Russafa en la mañana,
un parque de Almudena y la corriente
del Duero en una foto sobre el puente.
Te doy de mi fortuna los extremos
de un barco en Gibraltar, vuelto a los remos.
Te entrego de Velázquez un cobarde
dibujo del guerrero hacia la tarde.
¿Nos entendemos? No nos entendemos.

Te doy un miedo feroz,
la simpleza del espía,
la nieve que caería
y nunca cayó; la voz
de una herida tan atroz,
la que jamás sanaremos.
Te doy lo que padecemos:
el lobo y su vieja estampa,
el camino hacia la trampa
vil. Pues no nos entendemos.





2



La isla, estoy en la isla, no he abandonado nunca la isla. Lo único que conozco es la isla, nada más. Y tampoco la conozco, pues nunca tuve fuerzas para mirarla.

El innombrable: Samuel Beckett




EL QUE TRAICIONA/EL QUE
NO TRAICIONA

Mi amigo Denis B. me escribió desde Tampa, había llegado en balsa cuatro meses antes: Si lo tengo que hacer otra vez será para regresar.


Del olvido volveremos –dicen los hijos más fieles–
con emergencias tan crueles sobre la espalda.
Crecemos, y con lámparas seremos
lo que el mar jamás restringe. ¿Nos quedamos
en la esfinge del recuerdo cada tarde?
¿O en el retrato cobarde que la ausencia
ya no finge?

O nos quedamos sin mar y en una bandera
muda
escribimos otra duda: ¿morir?, ¿vivir?, ¿despertar?
¿O el rostro de declarar lo vendemos
a la nada, sobre esa tierra
escarbada por los ojos?
Siempre lejos, cada día
en los espejos,
la memoria triturada.

Isla: cuerno de cemento, cáscara
de lo invisible,
y esa sustancia posible en todo desprendimiento.
Isla será como el viento que con nosotros
arrasa. Permanece, pero pasa, y en la distancia
me espera, como el ojo en la bandera,
como el viento en nuestra casa.




RESUMEN DE GUERRA

Para mí lo mejor de la película de Eisenstein no fue el famoso coche en la escalinata (la madre le grita a los cosacos: no disparen, mi hijo se siente mal), ni los leones de mármol en las escaleras que nos acercan al Palacio de Vorontsov (allí donde una lápida inscripta en árabe asegura: La riqueza viene de Dios), ni la entrada del Acorazado en escena. Ni las sombras de los soldados, ni la riña por una sopa de remolacha (la carne está podrida), ni la huelga en los ferrocarriles. Sólo la niebla, la niebla sobre Odesa, la niebla sobre Alupka, la niebla deshilachada por débiles pedazos de sol.


Vivo en alguna trinchera con el Potemkin,
custodio a Petesburgo,
y sin odio
también vendo su bandera.

Enemigo como yo era,
enemigo como un arco al que dejamos
un parco resonar, desinformaba los cañones,
vigilaba el mar,
inventaba el barco.




OSCURO COMO LA TUMBA
DONDE
YACE MI AMIGO

Tiene la sensación de que no hay aire, de que vive en un mundo sin aire, y lo puede presumir porque sabe que el rugido es tortuoso y el pecho se oprime.

Malcom Lowry


Cae como cayó Lezama Lima,
sin ganas de caer, preso en el salto,
no cejes, no desistas, siempre es alto
el ojo que te sigue hasta la cima.
Cae como cayó Lezama Lima,
pero corre hacia Dios como si fueras
un hombre sin dolor y sin banderas
que vive junto a Dios pero lo ignora.
Adéntrate en el aire sin demora
y busca desde el vuelo otras fronteras.

Recuerda que en el salto sólo flota
la errátil vigilancia del paisaje,
y a veces la caída es sólo un viaje
que duele y que no duele, una remota
memoria de suicida: el ansia rota.
Quien salta deja atrás lo que es su grima:
la piel de una ciudad que ya no estima,
el miedo y el valor en la balanza,
el salto, su locura, y la tardanza.
Cae como cayó Lezama Lima.




ELOGIO DE HART CRANE*

Hart Crane vivió en Gerona. A nadie le importó eso. Era mejor que Robert Lowell, que Cumming, mejor que Ezra Pound, que Wallace Stevens, que todos los malditos moderns poets que él había inventado. ¿Lo imito yo, como un acto de desobediencia a las normas, o asumo sus atmósferas, el aire de ciudad, aire imposible?


Bells………………………… Campanas

Just ask whether I’m right,................Pregunten si me equivoco,
if I’m sticking to my loss....................si existo pegado a mí,
I forget I never was...........................si me equivoco y no fui
what I want; if modified…………… el que yo quiero, si troco
the insanity of the Light……………… la cordura de estar loco
from the sobers; the concourse…… y posible, si el concurso
of a lone man is a course…………… del hombre sólo es un curso
twisted as crowds in a looting;..........ininteligible y raro.
inquire, then, why the shooting.........Pregunten por qué el disparo
opens the mouth to a discourse.........abre en la voz un discurso.


*Todas las traducciones son falsas. Todas pertenecen a un espíritu que titubea entre el ritmo, el acantilado de las palabras, y oxígeno, mucho oxígeno. Éstas, más que un juego, son la proporción de una aventura inspirada, minuciosamente, en el escenario lingüístico del inglés y de uno de los poetas que lo engrandecieron. Un ejemplo de ¿traducción?: CAMPANAS (obviando obligaciones rítmicas, métricas y estructurales, aquí sólo importa la raya discursiva): Pregunta simplemente si estoy cierto / Si a mi pérdida me pego / Olvido que nunca fui / lo que quiero. Si cambiada / la locura de los cuerdos, el concurso / de un hombre sólo es un curso / torcido como una turba en pillaje / pregunta, entonces, por qué el disparo / abre la voz al discurso. Es un homenaje escribirlas así, pero ni siquiera eso salva la posibilidad del riesgo.


The line of the lonely man....La línea del hombre solo

The best of all is my fate.......................Nada prefiero al destino
of being lost and coming back..............de perderme y haber vuelto,
If I was always my pack........................si nunca estuvo resuelto
in every passage and date....................cada nombre del camino.
The past is God, wine and wait,………..El pasado es Dios, el vino,
the North, the South and the lock..........el norte y el sur, la clave
to lead the birds to my rock...................para que regrese un ave
that never left for tomorrow...................que nunca partió al futuro.
The past is a wall of sorrow...................El presente es sólo un muro
and a man with a sad mock...................y un hombre con una llave.


Snake …………………… Serpiente

My face promises to kill…………… Yo me parezco al que mato
because I’m also the dead,…………porque soy también quien muere.
the knife zeroes on my head,..........El cuchillo me prefiere,
mist and virgin, if the drill...............bruma y virgen, y es el trato
of murder to which I’m still.............homicida con quien ato
linking my loads, like the sun,........mi carga vieja. Deshecho
the road is missing, the gun,……… por mi culpa queda el trecho,
the stairs to God, weeps to be.........la llave a Dios, el mugido
for the wounds I bring with me.......a la herida que en su aullido
in my chest, like silent song............viene a matar en mi pecho.




HISTORIA DEL HOMBRE
QUE SIEMPRE MATABAN

(Augusto Compte. Jovellar 241. Agosto de 1966, según mi padre).


Dónde escondo el desafío
más oscuro, el que no duele,
el que no mata, el que suele
amistarnos con el frío.
Dónde pierdo mi extravío,
mi culpa en una emboscada
que transcurre de mirada
en mirada. Cómo acierto
mi vieja mitad de muerto,
tranquila ya, demorada.




HISTORIA DEL HOMBRE
QUE NUNCA MATABAN

(Ignacio Peralta, Santiago de las Vegas. Octubre de 1975. Según Daniel S)


Yo era desigual por dentro,
no llevaba una bandera,
no me buscaba, yo no era
quien resistía un encuentro
y con la verdad por centro
siempre fingía gritar.
Ya no me quiero escapar,
morir es mi sacerdocio,
mi aventura. Mi negocio
es el dejarme matar.




CÁNTICO ESPIRITUAL

Creo en Dios, en San Juan de la Cruz y en Vallejo, le dije a un cura polaco que creía que Bergman, Wagda y Kiarostami, entre otros, estaban condenados a testamentar por Dios. Si él había visto todo ese cine, yo me atrevía también a dar mi testimonio.

Para Freddy Laffita.


Si yo pudiera ser Dios
y ocultarme tras la luna
del Ebro, si me diera una
oportunidad, mi tos
no traicionara ese atroz
equilibrio a la deriva,
si pudiera una diatriba
a ultranza del condenado,
si yo estuviera a Su lado,
si me muriera allá arriba.

Qué poco para volar.
Quizás la madre prefiera
el Egeo a una hoguera
donde no pueda nevar.
Yo quise un parto del mar
y arrastrarme hacia las flores
sin certidumbres ni olores.
Afuera estaba la piel
y una patria de papel
que vendía mis dolores.

Y acaso fuera imposible
ser Dios y no padecerlo,
o en la bandera tenerlo
como una estrella tangible.
La verdad no es disponible
a ciertas horas. Divierte
esa purga con la suerte,
cuando me asoma el peñasco
para lanzarme con asco
a la patria de mi muerte.

Hay que estar en el madero
y conocer el temblor
de esa madre sin olor
ante su hijo, prefiero
la orfandad de algún dinero
a esta marca sin sonido.
Ya mi pecho carcomido
como una isla descansa.
¿Partir será otra esperanza?
¿O partir es el olvido?

Si yo pudiera ser Dios
y escudarme en la ceniza
de Abel, si viese a María
transformada al esplendor
de la noche en Dresde; yo,
que tuve nombre una vez
y en el frío pude ver
mis esperanzas de miedo,
entro desnudo a ese cielo
que bajo Dios dibujé.

Y es difícil o imagino
que Dios estuvo cerrado
por reparaciones, dado
como una flauta y un trino,
con el ángel que no vino
a comer la ungida cena.
Ni el destello de quien truena,
ni el vientre del trashumante
pueden inventar delante
el cielo sobre la arena.

Pero es difícil, lo sé,
como si no ardiera el cielo
en las noches del desvelo
impío, y aunque ayuné,
en la escudilla de fe
jamás volví mi cuchara.
Quise que Dios vigilara,
quise una forma del diablo
en esa carta de Pablo
perdida en una mampara.

Nada seré si no elijo
la mitad de mi escenario
y un muerto y un obituario
para cobijar al hijo.
No me salva el amasijo
ni un dios que se sacrifique
porque la patria le indique
morirse como un traidor.
No me salva el esplendor,
ni que Dios me crucifique.

Lo vi todo: la amargura
de mi madre y el reflejo
de la piel en un espejo
que tradujo mi locura.
Vi el bosque y la sepultura,
vi quien encendió mi hoguera
sin importarle que afuera
la libertad descansaba.
Vi que mi sueño inventaba
para Dios una frontera.

Vi en la hierba de Belén
cómo alumbraba María
y vi al hijo que nacía
en las mieles del edén.
Yo vi a mi madre también
empujándome hacia afuera,
vi la cigüeña que no era
en su viaje de París,
vi en la noche del país
a Dios con otra bandera.

Vi la mesa con el vino,
vi los naipes sin remedio
y la manzana en el medio
de la flecha, vi un camino
que escogía el peregrino,
vi las luces, la piedad,
y una casa sin edad
ni cerrojos, y me fui
por ella, con lo que vi
en la prohibida ciudad.

Me condenó la mordida
del Santo Judas cobarde,
que yo buscaba en la tarde
de Londres. Tuve una herida
blanca pero arrepentida
sobre la línea del cielo.
Quizás comenzaba un vuelo,
o tal vez la retirada
ante un Cristo que mi espada
pudo conquistar del suelo.

Nombré las cosas primero
y después las destruí,
dije Vida y la prohibí
en los clavos del madero,
llamé Muerte a un sendero
que mi madre recorría,
y confundí la agonía
con el ruido de algún piano,
dije Caín a su hermano,
y se hizo la noche un día.

Estuve arriba, fui Dios,
y Dios me entregó su Casa,
su Jardín y aquella masa
de la Creación. La voz
de mi silencio fue atroz
como las fotos primeras.
Vivo arriba otras barreras
y sueño un sueño imposible.
Ya soy Dios, pero es terrible
ser Dios de todas maneras.

Y aunque despierte, mi pena
ya no estuvo en el lindero.
Veo a mi madre y prefiero
en el pan que me encadena
el hambre de alguna cena
prohibida. Ya sé del viaje
y de ese Dios que no traje
conmigo. Ya sé la muerte
como una luz que pervierte
la levedad del paisaje.




TABLA DE SALVACIÓN

Paul Celan, desquiciado, buscó en las profundidades del Sena sus otras profundidades. La imagen de su suicidio, que sólo Dios presenció, fue, seguro, un atolladero de imágenes siniestras: era un gran nadador, pero no quiso salir jamás a flote. Como Safo, como Alfonsina Storni, como Virginia Woolf, resistió hasta el final.


1- (Paul Celan)

Salta ya, Paul Celan,
salta
al río que habrá pasado.
No saltes
como un ahogado, no saltes porque
te falta el poco de mar
que exalta y se esconderá
después. Sé en el cuerpo
desnudez, no quietud,
sé la estampida, y en una muerte
con vida,
no seas agua,
sé pez.


2- (Safo)

Yo pienso en los suicidas
que no mueren
y en los que son muy viejos
pero estallan con un piano de miedo las medallas
del dolor y la madre,
ya anochece con un humo de lámpara
en el puente que yo debo cruzar
con disimulo. Me llaman y no respondo,
mi impulso convence a la montaña
de acercarse.
Yo pienso en los suicidas
y en la carne que llama y me protege
en su refugio.


3- (Virginia Woolf)

La playa de perseguirme, la playa siempre desnuda, la playa para que acuda al llegar sin despedirme, la playa mía, la firme en el aire, la fingida como una mancha salida de mi vientre, la olvidada lejos, la de la mirada, la del otro, la suicida.


4- (Alfonsina Storni)

¿Y si al morir ya no cruza
el torrente? ¿Y si un paisaje
me ofrece ríos que traje
en mi interior? ¿Y si abusa
y se escapa? ¿Y si me acusa
un país que ya no inspira?
¿Y si el infierno respira?
¿Y si no tengo perdón?
¿Y si encuentro salvación
en un río de mentira?


Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo las rocas y a lo lejos los mástiles de una embarcación de recreo o de pesca. Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final.

Roberto Bolaño en Estrella distante.




FOTOS DE 1983

Yo era muy niño cuando mi padre escapó de casa. Hoy, en la neblina de ese rencor, curado de rabia y odio, le dedico este breve recuerdo.

Aldea de los vivos, de los que nunca mueren.

Vicente Aleixandre


Busco a un niño en la neblina,
a una mujer que envejece,
a un hombre, o a lo que parece
ser un hombre en la neblina.
Son las fotos que imagina
mi conciencia. Son la piel
de alguna mentira fiel
que imagino. Las invento
como un animal y siento
que llaman desde el papel.




PEQUEÑA ELEGÍA A ÁNGEL ESCOBAR

Había utilizado una idea de Joseph Brodsky para ampliar otras ideas. Lo mismo que para John Donne, o para Cioran, igual sentido tendría decirle adiós a Ángel Escobar.


Ángel se ha dormido y todo
duerme a su lado. La leña,
el olmo, alguna cigüeña
que volaba antes. Un codo
de bellotas, un recodo
del traspatio, una ventana,
la gruta, la porcelana
caliza de los tazones.
Se duermen los eslabones,
la fucsia, el perro, la rana

blancuzca. En una alacena
se han echado los guardianes,
la luz, el brezo, los panes
guardados por la quincena
dormida. Duermen la cena,
las cómodas, los cerrojos,
la sangre con sus abrojos
de San Arcángel. El muro
duerme blanco, casi oscuro,
y el libro cierra los ojos.

Se duerme la noche inglesa,
profundamente, y obstruye
el averno que construye
un lobo. Duermen la mesa,
los pájaros, la cerveza
Stock Ale, los peregrinos
que prefieren los caminos
a una piedra en la ciudad.
Duermen mares, la verdad,
la ceniza, los marinos,

la borrasca, las tabernas,
los arroyos, los países,
las sílabas infelices,
el abeto, las eternas
mazmorras, el sol, las piernas
del Leteo, los amigos,
la madre, los enemigos.
Duermen la espuma, la ley,
el prisionero y el rey.
Se duermen ya los testigos

finales. Se duermen Dios
y el diablo. Ya no hay sonidos,
sólo sueños, sólo olvidos.
Duerme la rima, el adiós
en unos yambos sin voz
ni líneas. Duerme el creíble
Cielo. Todo es invisible.
Ángel los abraza y lucha
sin volver. Nada se escucha.
Ya no hay regreso posible.




AUTORRETRATO CON PIEL DE MÁSCARA

Según Borges, uno se pasa el 80 % de la vida imitando a los demás. Mis poemas navegan por esas aguas. Algunos, o muchos, Dios o Borges saben. He jugado a inventar a Enrique Gil, López de Ayala, Moratín, Juan de Encina, algunos romanceros, Quevedo, Machado, Gerardo Diego, y más. Puro truco, puro remake, puro barco español. Y, acaso, la imitación sea la salida más original ante el otro 20 % desgastado y con límites. De Jesús Orta Ruiz tomo en préstamo algunas deducciones sobre el olvido.


¿Qué eres, olvido, ante mí?
¿Una pregunta, otro nombre
exótico o aquel hombre
hecho de pus y de ti?
¿La voz que no preferí,
el vino breve y un falso
conjuro? ¿El fervor descalzo,
o la estatua envejecida?
¿O una demencia vendida
al redoble del cadalso?

¿Oveja? ¿Lobo? ¿Pastor?
¿Repugnancia? ¿Mosca? ¿Errata?
¿La bala que no me mata?
¿El dolor que da el dolor?
¿Piedra de vejez? ¿Rencor?
¿Insecto? ¿Consigna? ¿Ultraje?
¿Lepra? ¿Herrumbre? ¿No lenguaje?
¿No poema? ¿No dialecto?
¿El epitafio perfecto?
¿O la ausencia para el viaje?

Tendré que olvidar los muertos,
los vivos, los que vendrán,
o aquellos que escucharán
mi relámpago en los puertos.
Tendré que olvidar inciertos
y alumbrados acertijos,
saltar por los escondrijos
y antes que la noche suba,
tendré que olvidar a Cuba,
la noche, a Dios, a mis hijos.

Los dos fuimos lo contrario:
un parto de la locura,
o la vieja sepultura
llamándonos a diario.
Fui yo con el obituario
a renombrar lo vivido:
una cumbre, el estallido,
padres, hijos, casa, nombre,
una patria, un Dios, y un hombre
con memoria en el olvido.




LA ISLA EN PESO

Sé viento, sé tempestad.

Percy B. Séller


El aire que obedece a la bandera
se escapa como un perro
para Dante, e imita con la piedra
un solo instante de una isla
que encarna su frontera. Yo sé la cuchillada,
no me espera el óxido de un barco,
y una cruz no detiene
la herida con el pus para un lobo perdido
al que me entrego.
Pero me quemas, Isla,
desde el fuego con que inventas las noches
y la luz.




Tengo un amor,
un niño,
un banjo
y unas sombras.
Pérdidas de Dios.
Todo se va
y, algún día,
nos quedamos
tan solo
con las sombras.

Carl Sandburg